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Foto del escritorPamela Lagos

Me sano yo para sanarte a ti

La doctora Mónica Kimelman y el doctor en psicología Felipe Lecannelier publicaron los resultados de un estudio que involucró a niños menores de seis años de 24 países.


Los resultados fueron devastadores para Chile: somos el país con peor salud mental infantil en el mundo. Así de categórico, a nivel global el 15% de los niños tienen problemas llamados externalizantes (déficit atencional, hiperactividad, agresividad), en Chile esa cifra llega a un 25%. En los internalizantes (depresión, ansiedad) no estamos mejor, un 5% de los niños en el mundo presenta estos problemas, en Chile, entre un 12% y 16%.


¿La principal razón para esto? Los expertos concuerdan en una gran causante: La falta de educación emocional de los padres, que se refleja en la falta de empatía y de conexión afectiva con sus hijos ¿Qué quiere decir esto? Que estamos acostumbrados a negar las emociones, a hacer como que no existen y por ende no hablamos de ellas.


Los niños sienten desde antes de nacer. Está comprobado que en el vientre materno ya pueden percibir parte de las emociones de su madre. Se transmite la emoción, pero no tienen lenguaje, por ende, no pueden ponerle nombre. Es así como sienten, pero sin saber qué es esa sensación.


Cuando ya nacen somos los cuidadores los llamados a ponerle nombre a lo que les pasa, a hacer de espejo de lo que experimenta el niño. Somos nosotros los que tenemos que tomar sus emociones y devolvérselas con una mejor forma, de lo contrario, aparece lo que en psicología se denomina “terror sin nombre”, me explico. La guagua nace y ya tiene emociones, se asusta, alegra, enoja, etc. Pero como no tiene lenguaje es sólo una sensación. Quien lo cuida tiene que ponerse en su lugar, tratar de entender lo que le pasa y devolvérselo más procesado “Estás enojado, mi amor” decimos las mamás. Casi sin notarlo estamos metabolizando su experiencia y enseñándole sobre esa emoción. Pero ¿qué pasa con un cuidador que no conecta con esto y deja que la emoción siga en el niño sin acompañarlo? Si lo deja llorar sin parar, por ejemplo. Aparece en ese niño el “terror sin nombre”, esa emoción que siente, pero que no sabe de dónde viene ni cómo llamarla, por tanto, es muy perturbadora.


El gran problema es que para poder devolver al niño la emoción correcta necesito conectar con él a un nivel de empatía tan primario que es casi animal. Necesito conectarme usando lo que llamamos neuronas espejo ¿qué es esto? Son las neuronas que me permiten sentir lo mismo que el otro. Hacen que cuando veo a alguien con pena, en mi cabeza se active la misma zona que se enciende cuando yo la siento. Por ende, puedo empatizar con el otro y entender su emoción. Gracias a estas neuronas se contagia el bostezo, salivo cuando veo a otro comer limón y se me aprieta la guata cuando alguien tiene un golpe grande. Pero nuestra sociedad nos hace olvidar esta parte, de hecho, muchas veces negamos lo que sentimos o incluso logrando empatizar con lo que siente el otro tendemos a callar casi para evitar molestar.


Así, el rol de los cuidadores es usar esas neuronas espejo para devolverle la emoción al hijo y poder ir enseñando sobre lo que siente. Si el niño se cae uno debería decirle “eso que sientes es dolor, por eso lloras, yo te voy a hacer cariño para ayudar a que tu dolor pase”. Así lo estaríamos educando en cómo se siente, validando su emoción y ayudándolo a controlarla. Pero, en lugar de eso ¿qué hacemos? Le decimos “no llore”, en otras palabras, no expreses.


Esto pasa con casi todas las emociones, sobre todo con los hombres. En el mundo machista que aún vivimos tenemos emociones que son de hombres y otras que son de mujeres. Los hombres por ejemplo no pueden llorar, pero enojarse está bien porque es de “machos”. Las mujeres, en cambio, si nos enojamos somos histéricas, pero si lloramos es parte de nuestra naturaleza. Así que no se sorprendan al ver que estamos llenos de hombres que cuando tienen pena se enojan y mujeres que cuando se enojan se ponen a llorar. Esto suma y sigue ¿cuántos hombres conocen que sepan qué es la ansiedad? No es que no la sientan, solo no pueden nombrarla y la tapan con comida, cigarrillo o con lo que venga.


No sé muy bien en qué momento de nuestra cultura sentir pasó a ser algo malo; reírse fuerte es feo, llorar es descontrol, decir que te duele algo es ser poco valiente. No estoy hablando de expresiones emocionales descontroladas, al contrario. Cuando las personas no pueden manejar bien sus emociones porque no fueron educados emocionalmente desde chicos, tienden a reacciones más fuertes y menos controladas. Cuando puedo entender por ejemplo que lo que siento es enojo, puedo decirlo sin necesidad de explotar o dañar a nadie. Al ponerle nombre a la emoción la conecto con la parte más racional de mi cerebro y por ende puedo controlarla y librarla de mejor manera. Funciona así: siento algo, le pongo nombre, lo entiendo, lo asimilo y lo elimino. De lo contrario, tengo dos caminos, eliminarlo de forma abrupta –dañándome a mi o a mis relaciones- o lo reprimo para que se acumule y luego eliminarlo de forma más impulsiva –con exactamente el mismo resultado anterior-.

Sé que la salud mental va más allá y que este problema requiere soluciones más globales que la sola educación emocional. Pero todavía en Chile el camino es largo y tenemos que empezar por algún lado.


Los índices de maltrato infantil son espeluznantes en nuestro país. Todavía hay gente que cree que golpear a un niño puede enseñarle algo. Cuando en realidad lo único que enseña es que quién debería cuidarte y protegerte te agrede, que la violencia es una forma válida de expresarse y que el mundo es un lugar hostil ¿La típica excusa de las personas que lo hacen? “A mí me pegaron cuando chico y resulté de lo más bien”. Déjeme decirle señor o señora que piensa así que tan bien no resultó usted si cree que golpeando se aprende. Si siente que un adulto que supera en fuerza y desarrollo puede maltratar a un pequeño indefenso y si siente que el mundo es un lugar tan terrible que quienes debieran amarte tienen derecho a agredirte. A quienes piensen eso, les pido por favor que, si no están dispuestos a educar desde el amor, se cuestionen sinceramente sus verdaderas ganas de ser padres.


¿Fui muy dura en esa última frase? Bueno, en este caso no pido disculpas, porque de verdad lo siento así. Es que tenemos que hacernos cargo de nuestra decisión de ser padres, esto no es solo traer a alguien al mundo, es tratar que crezca sano y feliz, y dentro de eso “sano” es fundamental su salud mental.

“Me salió desordenado” me dijo una vez alguien. Los niños no “salen”, los formamos nosotros. No son un boleto de lotería, nosotros los vamos moldeando según nuestras capacidades y es así como una sociedad adulta con una salud mental deficiente como la nuestra, está creando niños con los tristes indicadores que tenemos ¿Se imaginan lo que es un niño menor de seis años con depresión? ¡Cuántas penas y faltas de abrazos debe haber experimentado en tan corta edad para llegar a algo así! Un niño de 6 años no “sale” depresivo, es el resultado de padres y cuidadores que no han podido conectar con él, porque probablemente tuvieron padres que no lo hicieron con ellos y por ende no es que no quieran hacerlo, es que no pueden.


Es por eso que todos nosotros tenemos la responsabilidad de generar el cambio ¿Cómo? Sanando yo primero. Igual como en los aviones te dicen que –en caso de emergencia- tienes que ponerte el oxígeno tu primero para luego asistir a tu hijo, primero tenemos que sanar nosotros para no traspasar nuestras falencias a ellos. Un padre sano tendrá muchas más posibilidades de ser un buen espejo para su hijo. Si sabe manejar sus emociones, le enseñará también a ellos a hacerlo; si sabe nombrarlas, podrá contenerlo; si cría desde el amor, podrá entregarle eso tan increíble y que todos buscan tanto, la felicidad.


Fuente: Revista Súper Mamá

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